Un
joven norteamericano estaba preparándose para las olimpiadas en Paris de 1928
en la especialidad de remo individual. El joven apuntaba grandes maneras y
había ganado varias competiciones a nivel nacional. Había muchas expectativas
puestas en este gran atleta. El tiempo de las olimpiadas se acercaba pero
paralelamente recibieron la noticia de que esperaban un hijo para el verano
también, casualmente el nacimiento del niño coincidía con las fechas de las
competiciones. El joven continuó entrenándose y meditando sobre qué hacer. Al
final decidió que se quedaría en casa para el nacimiento de su primer hijo, ya
que en aquellos años tardaría casi dos meses en cruzar el Atlántico y no quería
estar ausente en tan importante fecha.
El
padre estuvo ahí para el nacimiento del niño y se volcó en su educación y crecimiento
completamente. El joven no volvió a las competiciones. Sin embargo, con la edad
el hijo comenzó a despuntar en el mismo deporte en el que el padre un día fue
todo un campeón. Eventualmente, el hijo fue seleccionado para el equipo olímpico
americano y le llegó la hora de ir a las olimpiadas de Helsinki casi 28 años
más tarde. En aquellos tiempos aún no se televisaban los eventos y la familia
aún no tenía radio, así que el telégrafo era la única forma de comunicación. El
padre recibió un telegrama desde Helsinki que decía lo siguiente:
“Querido
papá, muchas gracias por el sacrificio que hiciste al elegirme a mí y luchar
por mí. Hoy por fin he cumplido el sueño que tú tuviste llevando a casa una
medalla de oro. Esta medalla no es mía, sino de los dos. Gracias a tu sacrificio
y tu dedicación en mi educación y entrenamiento yo he tenido la fuerza para
llegar a la meta el primero. Mi éxito es el tuyo también”.
El
padre lloró de felicidad, incluso más que si él mismo hubiera ganado el oro.
Aquella medalla llevaba un valor aún más grande la medalla del sacrificio.